martes, 29 de mayo de 2012

SALUD: luego de tomar bebidas gaseosas


Debate: discriminación

Un debate que va más allá del fútbol

          Se podrá decir que no es un tema de debate político. Que el mismo ya tiene suficiente espacio en las páginas de deporte. Pero la polémica en torno al jugador de la selección uruguaya de fútbol, Luís Suárez, su sanción por supuestos insultos racistas, y posterior polémica por negarse a estrechar la mano de su denunciante, sirve para analizar varios temas de extrema actualidad en esta sociedad de hoy. Temas que suelen ser obviados en las charlas y polémicas cotidianas, y que sólo algo con el inmenso poder de comunicación que tiene el fútbol, puede imponer en la agenda pública.
          El primer aspecto que merece comentario es el tema del racismo en Uruguay. En tal sentido cabe afirmar que es difícil que Suárez tenga sentimientos racistas por una razón básica; en su carrera, en el ambiente del fútbol, la presencia de personas de raza negra es muy superior promedialmente a casi todas las demás actividades del país. Y se sabe que el racismo es un fenómeno que surge de la ignorancia y de la desconfianza entre las personas. Suárez seguro ha tratado en su profesión con muchas más personas de raza negra que el promedio de los uruguayos. Y por tanto, es poco probable que pueda abrigar sentimientos negativos hacia un colectivo que conoce bien.
          Pero ¿y el resto de la sociedad uruguaya? Una de las cosas más llamativas de este debate es la casi inmediata afirmación de muchos compatriotas de que en nuestro país no existe el racismo. Algo que parece bastante alejado de la realidad. Según los datos más difundidos, entre un 6 y un 10% de la población del Uruguay es afrodescendiente. Según un estudio reciente patrocinado por la ONU, el 50% de los niños afrouruguayos está en el sector más desfavorecido de la sociedad y sólo el 3,2% se ubica en el más favorecido. Además, la remuneración de un hombre afro es equivalente al 70% del sueldo de un blanco. Y la brecha entre negros y blancos en el país, lejos de disminuir ha crecido en los últimos años. En 1997 la brecha de pobreza entre la población blanca y negra era de 20,6%, y en 2007 llegó al 28,2%. Algo que tiene raíz en el aspecto educativo en el cual menos de la mitad de los jóvenes negros entre 18 y 20 años terminaron el primer ciclo de secundaria, respecto al 70% de sus pares de ascendencia blanca.
          Como vemos esa afirmación tan contundente de que en Uruguay no hay racismo es muy discutible. Algo que además queda patente con el simple hecho de ver un informativo de TV. ¿Cuántos dirigentes políticos, empresariales o sindicales son de raza negra? Es verdad que nuestro país fue de los primeros en el continente en abolir la esclavitud, y que supo ser oasis de libertad para muchos negros que huían del régimen esclavista de Brasil (casi el último en hacerlo). Pero está claro que no se trata de un flagelo que nos sea completamente ajeno, y el primer paso para solucionar una lacra social como esa, debe ser reconocerla.
Pero el "caso Suárez" se presta para más comentarios. Por ejemplo ha sido demasiado habitual escuchar a gente vinculada al tema y hasta en sectores académicos hablar de que esto es una muestra más del "colonialismo" británico y de un problema de conciencia propio, por el rol protagónico que tuvo ese imperio en el "negocio" de la esclavitud.
          Una afirmación que revela un nivel de desconocimiento de los parámetros en los que se mueve la sociedad mundial alarmante. Esta sociedad, impactada por el fenómeno de las migraciones y la globalización, ha construido un nuevo paradigma de ciudadano global, multiétnico, multicultural, muy positivo pero no exento de tensiones. Donde la convivencia entre personas de muy distintos orígenes raciales y culturales ha exigido normas draconianas, que buscan evitar situaciones más graves.
          Pero es bueno saber que ese nuevo paradigma, si bien tiene el costado positivo de la intolerancia con cualquier forma de racismo, tiene uno negativo de gran impacto; la hipocresía. Como quedó claro en el "caso Suárez", a nadie pareció importarle si el jugador uruguayo era racista (su propio denunciante confesó que no creía que lo fuera) o si el gesto de estrechar la mano de su rival era honesto o sincero. Lo único que se esperaba de él era un símbolo "para la tribuna". La sanción social por no haberlo representado, aún en forma falsa y mentirosa, parece mostrar que en esta sociedad de hoy lo que importa son los gestos y no los sentimientos sinceros. Como para tener en cuenta.
          El racismo no es un flagelo que nos sea totalmente ajeno como algunos han mencionado, y la clave para superar una lacra social como esa, es asumir su existencia.
El País Digital


lunes, 21 de mayo de 2012

Los textos informativos


CALIGRAMAS

 




 Los caligramas son poemas que complementan su significación con el dibujo. Un caligrama (del francés calligramme) es un poema visual en el que las palabras "dibujan" o conforman un personaje, un animal, un paisaje o cualquier objeto imaginable. No son poemas ilustrados, porque es el texto mismo el que adquiere rasgos gráficos.
calicol
caligato1




 Fuentes:



martes, 15 de mayo de 2012

POEMAS DE BENEDETTI


Cuando eramos niños

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.

Táctica y estrategia

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple

mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.

"La abeja haragana" - Horacio Quiroga

LA ABEJA HARAGANA
(Cuentos de la selva, 1918)

         Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
         Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
         Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
         Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
         —Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
         La abejita contestó:
         —Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
         —No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
         Y diciendo así la dejaron pasar.
         Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
         —Hay que trabajar, hermana.
         Y ella respondió en seguida:
         —¡Uno de estos días lo voy a hacer!
         —No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
         Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
          —¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
         —No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
         Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
         Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
         La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
         —¡No se entra! —le dijeron fríamente.
         —¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
         —Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
         —¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
         —No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
         Y diciendo esto la empujaron afuera.
         La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
         Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
         —¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
          Pero de nuevo le cerraron el paso.
         —¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
         —Ya es tarde —le respondieron.
         —¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
         —Es más tarde aún.
         —¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
         —Imposible.
         —¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
         —No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
         Y la echaron.
         Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
         Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
         En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
         Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
         —¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
         Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
         —Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
         —Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
         La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
         —¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
         —No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
         —¿Y por qué, entonces?
         —Porque son más inteligentes.
         Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
         —¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
         Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
         —Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
         —¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
         —Así es —afirmó la abeja.
         —Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
         —¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
         —Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
         —Aceptado —contestó la abeja.
         La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
         Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
         Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
         —Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
         Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
         La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
         —Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
         —Entonces, te como —exclamó la culebra.
         —¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
         —¿Qué es eso?
         —Desaparecer.
         —¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
         —Sin salir de aquí.
         —¿Y sin esconderte en la tierra?
         —Sin esconderme en la tierra.
         —Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.
         El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
         La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
         —Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
         Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
         La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
         No había modo de hallarla.
         —¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
         Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
         —¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
         —Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
         —Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
         ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
         La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
         La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
         Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
         Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
         Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
         Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
         Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
         —No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

Para reflexionar....

Para reflexionar....
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